martes, 31 de octubre de 2023

PARADOJA FAMOSA

Érase una vez un pueblo perdido en las montañas.Un día, el barbero quiso promocionar su barbería y puso un cartel: AFEITO A TODOS LOS QUE NO SE AFEITEN A SÍ MISMOS.

A los pocos días pasó por la puerta un joven, que se preguntó: ¿este barbero se afeitará a sí mismo?

Seguramente sí - se respondió. Y exclamó inmediatamente: Ah, pero no debería hacerlo porque dice afeitar a los que no se afeitan a sí mismos.

Pero reflexionó de nuevo: tal vez no se afeita. Ah, pero en ese caso debería, si dice que afeita a los que no se afeitan!

Entró el joven y le comunicó sus dudas al barbero, quien inmediatamente retiró el cartel.

Desde ese día el pueblo fue un poco menos feliz porque la paradoja, que perturba las inteligencias, pasó a habitar en él.

(En vez de con historias de barberos - y, consecuentemente, con algo más de precisión - Bertrand Russell expuso este pensamiento con la terminología de la Teoría de Conjuntos. La paradoja, con justicia, lleva su nombre. A partir de ella el pueblo de los matemáticos - al igual que aquel otro - quedó conmocionado.)


miércoles, 6 de enero de 2021

El siguiente texto fue escrito para el fanzine La Mirilla. 

El tema propuesto era la idea de límite. Yo, no obstante, guiado por mi espíritu de contradicción, me propuse desafiar los límites jugando a construir un texto infinito. Mejor aún: una oración infinita...

El que lea el texto podrá asistir al desenlace de tan desigual batalla.

Los editores de La Mirilla me han dicho que tengo un máximo de 550 palabras para este post y es una lástima porque no sólo el texto que acabo de comenzar sino este mismo primer enunciado podrían ir bastante más allá de ese número o, incluso, no terminar nunca y, aunque el conjunto de palabras de nuestra lengua tiene un cantidad dada, bien que no sabemos cuál es, y aunque ninguno de nosotros las conoce todas, y obviamente yo tampoco, podría ir repitiendo las que sé una y otra vez, no demasiado cercanas unas de otras, porque a todos nos han enseñado que eso no es de buen estilo, pero son tantas que una repetición cada cien o doscientas no se nota demasiado y hasta me animaría a llegar con la ayuda de mi diccionario de sinónimos, a las 550 que me ponen de límite sin reiteraciones de vocablos importantes, claro, ya que las palabritas cortitas de función como “a” y “de” y “que” no valen para esa norma de estilo y no hay más remedio que volver a usarlas, o la misma palabrita “y” que es muy útil si uno quiere escribir un enunciado sin término, lo cual, la verdad, me resulta muy tentador, porque la posibilidad existe y porque tenemos el saber para hacerlo y porque de ese modo uno podría demostrar algo que es como un privilegio de nuestra especie humana, eso que un filósofo llama, algo pomposamente, “la capacidad de infinito”, y sería lindo poder demostrarlo en los hechos y que no quede como una mera aspiración, como algo virtual y en potencia, sería lindo obstinarse, empecinarse en seguir y seguir, sin parar nunca, contra la opinión de esos otros filósofos, más clásicos, que nos advertían que el infinito no existe en acto, que no es algo que se puede abarcar como totalidad, y que, precisamente, las palabras “todo” y la palabra “infinito” tienen algo así como una enemistad entre sí, y tal vez, lamentablemente, tienen razón y en algún momento hay que resignarse a abandonar el intento, como se abandona una rebeldía algo desesperada, porque, independientemente de esos filósofos, y dejando de lado la prescripción de los editores de La Mirilla, que evaluarán sus costos y su disponibilidad de tinta y de papel, vos, lector, seguramente, tampoco vas a tener la paciencia de leer y leer indefinidamente sólo porque a mí se me ocurra hablar y hablar de la misma manera, y sé que tendrás tus ocupaciones, como yo las mías, y que también está la cuestión de la atención y del cansancio y que, en definitiva para eso se han inventado palabras tan útiles como “etcétera” o ese otro giro, tan elegante, “y así sucesivamente”, que vienen en nuestro socorro y que nos alivian de la fatiga desmesurada de querer lidiar indefinidamente con el lenguaje, cosa que, a pesar de todo, venimos haciendo como especie, de modo tal que donde uno deja y se da por vencido aparece otro que toma la posta y lo sigue intentando, y es lo que yo, justo ahora que me acerco a las 550 palabras, quería hacer para decir algo acerca del tema de los límites, porque luego de todo lo que han dicho unos y otros pensadores al respecto, creo que no estaría de más agregar que

Lamentablemente, por razones del estricto espacio asignado, no es posible dar continuidad al texto que nos envía nuestro colaborador (Nota de los editores)


viernes, 28 de agosto de 2020

CARTA A GONZALO TORRENTE BALLESTER

 

Madrid, 8 de Marzo de 1995.

Estimado Señor:

          Primero vacilé. Después me dije: hoy en día se ha hecho costumbre que el lector salga a escena y tome la palabra, ¿por qué yo no? Entonces pensé en la inconveniencia de escribir en un sobre: Sr. Gonzalo Torrente Ballester, España: era demasiado tentar la fama de un hombre. Más tarde, por un estudiante que anduvo por mis pagos (yo vivo en Comodoro Rivadavia, una ciudad junto al mar, en la Patagonia Argentina, en una provincia que conserva un viejo nombre tehuelche, Chubut), supe que el lugar era Salamanca. Y nada más. Después pasaron los días e hicieron su trabajo de siempre: poco a poco fueron desgastando aquel propósito.

         Hoy lo rescaté del olvido. Pero, en realidad, no fui yo, sino Ud. Tanto me movieron unas páginas de Compostela y su ángel, que desentumecí la fantasía y aprovechando que puedo acceder a una guía de teléfonos, me animé y aquí estoy.

         No creo interesantes otros detalles: soy un lector. Ud. sabe todo lo que eso quiere decir: alguien que sabe vivir en otros mundos con otras vidas, que sufre y espera con otros seres lejanos e inasibles,  que se goza en los sutiles y extraños placeres del adjetivo justo y de la voltereta gramatical.

          Es más: soy un lector de Torrente Ballester (le pido que asigne a la preposición el énfasis que le cabe). Quiero decir que aquellas experiencias se acentúan cuando se trata de un libro suyo. Y que a ello se agrega  una no sé cuál complicidad con el autor, de la que Ud, que en ella participa, acaba de enterarse. No pretendo explicar estas cosas: sólo declararlas. Declaro que he pasado una parte de mi vida en Pueblanueva del Conde (y un poco de ella se me ha quedado allí). Declaro haber sido partidario del encuentro prohibido del rey con la reina (que no lo sepa la Santa Inquisición). Declaro que la decadencia y el final de los dioses de Homero me ha suscitado una sonrisa un poco ama

rga. Declaro mi sorpresa y mi perplejidad ante esa vana eternidad de Don Juan.

         Podría continuar pero no lo hago porque temo estar usurpando este lado de la palabra que a Ud. le corresponde. Al fin y al cabo, mi intención bien puede resumirse en una frase de admiración y de agradecimiento: gracias por las palabras y gracias por los mundos.

          Que el lector abandone su silencio es tal vez una extravagancia muy propia de nuestros tiempos. Extravagancia o no, que sirva en este caso como una señal que echa luz sobre el siempre misterioso destino de los libros. Sepa que este lector, que tiene al menos el mérito de ser uno de los más remotos, acoge a los suyos con calor y amistad.

         Afectuosamente,

        Eduardo Bibiloni


viernes, 10 de abril de 2020

¿QUÉ ES UNA BECA?

Leo en un cuento de Mujica Láinez llamado El amigo, de Misteriosa Buenos, que “la beca encarnada” “revolotea” “sobre el gabán de paño”… ¿Encarnada, una beca? ¿Revoloteando? ¿Sobre un gabán?
Luego de releer suponiendo un error mío visual o una errata del libro, prosigo, y el mismo autor, que ha previsto mi desorientación (y – adivino - no sin una sonrisita burlona), me aclara, condescendiente, “esa faja que es lo único que le queda de su ropa estudiantil”…
La beca, una faja…
Corro al diccionario, y la autoridad falla, como era de esperar, a favor del burlón: “Faja que como insignia llevaban los estudiantes sobre el manto y que iba cruzada en bandolera por el pecho y la espalda”.

A mi orgullo humillado le queda una única salida: agregarle al episodio algo de teoría, por lo menos, una pedantería desesperada, ya tal vez inútil.
Mentar el término metonimia pueda tal vez salvarme de la vergüenza y permitirme recuperar algo del honor perdido.
De su resonancia culta, de origen griego, se colige que la palabra viene de lejos, pero, desechando las discusiones de la vieja retórica, que hubiera clasificado al fenómeno como sinécdoque y no como metonimia, me amparo para la denominación en la autoridad de un maestro, Roman Jakobson, quien, en su estudio sobre la afasia, distinguió las figuras por similaridad y sustitución (como la metáfora), de las que lo son por contigüidad, como la metonimia.
El concepto en Jakobson es más bien sintáctico, pero para ilustrarlo podemos ayudarnos del  diccionario mismo.
De la primera acepción, ya mencionada, el sentido se va deslizando a objetos vecinos, hasta denotar no ya a la prenda de vestir  sino al estudiante mismo que la llevaba, y luego a la plaza, al lugar, en la escuela, que el estudiante ocupa. Así, imaginemos decir que “la escuela cuenta con una capacidad de treinta becas”, o que “concurren a ella treinta becas”. Se comprende bien el proceso mental: si cada estudiante lleva una beca, da lo mismo contar estudiantes que contar becas. Es lo que ocurre con  el consabido ejemplo de las cabezas de ganado, o el de las lanzas que acompañaban al Cid en su destierro.
Es también un modo de generalizar: si hablo de estudiantes puedo desviar mi atención a rostros y otras señas particulares. Si digo “becas” los igualo a todos en una denominación común. Casi el valor de una variable. Una clase. Un género.
Sentidos figurados, dice el diccionario. Con ello sólo quiere aludir a esa incontenible capacidad del Léxico de una lengua de recrearse incesantemente en el uso, de derivar unos sentidos a partir de otros.
Por suerte, las nociones de metáfora y de metonimia, entre varias más, contribuyen a poner un poco de orden en esa proliferación.
Por fin, para mi sosiego, el diccionario, pero sólo como última acepción, da razón a mi espíritu confundido y me asegura que una beca es, también, lo que yo creía, lo único que yo sabía, esto es, un “estipendio o pensión temporal que se concede a alguien para que continúe o complete sus estudios”. Ya no es cualquier plaza, sino una muy especial, tanto que su sentido no puede ser adquirido sino en contextos. Hay algo delicado y cuidadoso en la denominación… Mucho menos delicados y cuidadosos fueron los franceses cuando al mismo objeto lo llamaron bourse, bolsa, o más antiguamente, monedero, palabra que remonta al griego byrsa, cuero trabajado, odre para el vino, todos ellos procesos de denominación también claramente metonímicos. 
En fin, si nos ramificamos en historias paralelas de otras lenguas, nos perderemos en el infinito..

Hubiera preferido, confieso, contar con otra tranquilidad: que el diccionario marque el término como arcaico. No lo hace. Es más: me dice que todavía se usa en el contexto de actos académicos solemnes. He tenido alguna experiencia no muy directa con tal tipo de actos. Era colorido y había togas negras y birretes, pero no podría decir si los estudiantes llevaban becas. El no contar con la palabra, ay, me privó de ver mejor.


jueves, 9 de abril de 2020


RUBEN DARIO Y CELEDONIO FLORES

Reunir en un título los nombres de Rubén Darío, el cantor del "verso azul y la canción profana" y de Celedonio Flores, el autor de ilustres tangos como "Mano a mano" o "Margot", no responde al mero afán de sorprender.
Tampoco sería suficiente para hacerlo el dato casual: en 1896, el mismo año en que Rubén Darío publicaba en Buenos Aires sus "Prosas Profanas", nacía (no hace falta decir que en la misma ciudad) el negro "Cele".
Tal vez venga sí más a cuento un hecho que no sé si ha sido suficientemente estudiado: la presencia de Rubén Darío en las letras del tango. Basta repasar someramente en el recuerdo algunas de ellas para encontrar ejemplos de un léxico rubeniano: la "garçonnière", el "fino baccarat", o la cita directa: "la sonatina que soñó Rubén (del tango La novia ausente) o el común atractivo obsesionante de la figura de Margarita Gautier.
Pero la motivación de esta nota es más directa: el caso es que Celedonio Flores escribió también un poema titulado Sonatina, que vale la pena transcribir.

                                                   SONATINA     

          La bacana está triste ¿qué tendrá la bacana?
          Ha perdido la risa su carita de rana
          y en sus ojos se nota yo no sé qué penar.
          La bacana está sola en su silla sentada,
          el fonógrafo calla y la viola colgada
          aburrida parece de no verse tocar.

          Puebla el patio el berrido de un pebete que llora,
          tiran bronca dos viejas y chamuya una lora
          mientras canta I Pagliacci un vecino manyín.
          La bacana no ríe, la bacana no siente,
          la bacana parece que ha quedado inconciente,
          con el mate ocupado por algún berretín.

          ¿Piensa acaso en el coso que la espera en la esquina
          o en aquel que le dijo que era muy bailarina
          con tapín de mafioso, compadrito y ranún?,
          ¿En aquel que una noche le propuso el espiante?
          ¿En aquel cajetilla entallao de elegante?
          ¿O en aquel caferata que es un gran pelandrún?

          ¡Oh, la pobre percanta de la bata rosa!
          quiere tener menega, quiere ser poderosa,
          tener departamenteo con mishé y gigoló,
          muchas joyas debute, un peleche a la moda.
          Porque en esta gran vida el que no se acomoda
          y la vive de grupo al final se embromó.

          Ya no quiere la mugre de la pieza amueblada,
          el bacán que la shaca ya la tiene cansada,
          se aburrió de esta vida de continuo ragú;
          quiere un pibe a la gurda que en baile con corte
          les de contramoquillo a los reos del Norte,
          los fifi del Oeste, los cafishos del Sú.

          - "Vamos, vamos, pelandra" - dice el coso que llega-
          "esa cara de otaria que tenés no te pega;
          levantate ligero y unos mangos pasá."
          Está el patio en silencio; un rayito de luna
          se ha colado en la pieza, mientras la pelandruna
          saca vento de un mueble y le dice: - "Tomá".


Hoy los teóricos del discurso, en un caso así, hablarían de intertextualidad ( el texto nos remite a otro texto ) y de deconstrucción ( el texto comenta al otro texto, criticándolo y proponiendo un nuevo sentido). Celedonio Flores, que no podía usar estas palabras, habría hablado probablemente de "parodia".
Sea cual sea la manera de denominar este fenómeno, el hecho es que, salvo que el poema de Rubén sea totalmente desconocido (caso raro), no se puede leer esta "Sonatina" sin pensar en la otra. El efecto es que, quiéralo o no, el lector asocia un texto con otro, los superpone, los "calca", y ya no puede considerar sus semejanzas sin pasar inmediatamente a sus diferencias. Y son éstas, seguramente, las que quedan como sentido del texto.
Veamos. Los personajes de ambos poemas son figuras femeninas: una es una princesa, la otra, una "bacana". El registro lingüístico de este último término ya nos impacta con su contraste, y nos distancia los mundos de uno y otro poema.
Lo mismo ocurre con los demás elementos del ambiente de uno y otro poema. Celedonio Flores ha transmutado el "clave sonoro" en un fonógrafo, la "dueña parlanchina" en dos viejas que "tiran bronca", los pavos reales en una lora que chamuya y el bufón en el vecino manyín.
La princesa y la bacana, una y otra, están tristes. En esto no hay diferencias. Pero ¿cuál es la causa de la tristeza en un caso y en el otro? Rubén Darío se pregunta en sonoros versos:

          ¿Piensa acaso en el Príncipe de Golconda o de China,
          o en el que ha detenido su carroza argentina
          para ver de sus ojos la dulzura de luz,
          o en el rey de la islas de las rosas fragantes
          o en el que es soberano de los claros diamantes
          o en el dueño orgulloso de las perlas de Ormuz?

Frente a estos fastuosos personajes tenemos en la otra Sonatina al "coso" que la espera en la esquina, al que le propuso el espiante, al cajetilla, al caferata. El caso es que una "persigue por el cielo de Oriente la libélula vaga de una vaga ilusión" en tanto que la otra tiene "el mate ocupado por algún berretín".
En las estrofas siguientes ambos poetas arriesgan su explicación de la tristeza de su princesa y su bacana, respectivamente.
Rubén sostiene que "la pobre princesa" "quiere ser golondrina, quiere ser mariposa, tener alas ligeras, bajo el cielo volar". Flores en cambio afirma que "la pobre percanta" "quiere tener menega (dinero), quiere ser poderosa, tener departamento con mishé y gigoló. La princesa "ya no quiere el palacio ni la rueca de plata, ni el halcón encantado, ni el bufón escarlata"; la bacana "ya no quiere la mugre de la pieza amueblada" y "el bacán que la shaca ya la tiene cansada".
Como no podía ser menos, los finales de ambas historias son muy diferentes. No es difícil adivinar cuál será el feliz: a la princesita se le presenta el hada madrina y le anuncia la llegada del "feliz caballero" que la adora sin verla y que - el poema nos deja presentirlo - la arrancará de su fastidio. La bacana - era previsible - no tendrá la misma suerte: el que llega es "el coso", el bacán que la shaca, el que se hace mantener por ella, y le pide unos mangos. Y ella, ¡la pelandruna!, se los da.
         
Las Prosas Profanas de Rubén Darío (donde se encuentra su célebre Sonatina) habían dejado en Buenos Aires y en toda América una estirpe de poetas rubenianos, clones del maestro, que,  como él, poblaban sus versos de cisnes de cuello grácil, marquesas afrancesadas, blasones aristocráticos, musas licenciosas. Importaban oropeles usados y pretendían aclimatar las palabras del hastío, el "spleen" y "l'ennui". Hasta en las mismas letras de tango pueden encontrarse estos vestigios...
Ante esta enfermedad, ¿puede pensarse un antídoto mejor que el que preparó Celedonio Flores? La burla intencionada pero no agresiva, casi juguetona, casi amistosa, casi un guiño de complicidad, debe haber aventado -suponemos- la epidemia. Sin reproches, sin admoniciones, sin estridencias, socarronamente, con la proverbial picardía del porteño, viene a decir: volvamos la mirada a lo cercano, a los mitos prójimos (es decir, próximos), al romanticismo que habita en nuestro barrio, donde también hay gente que sueña y anhela (no se piense que Celedonio aprueba los "berretines locos", las "infelices ilusiones", pero esto sería motivo de otras lecturas de sus tangos).
         
La historia de la bacana de nuestro poema contrasta con la de Margot, la del célebre tango. 
Las aspiraciones, los anhelos, de la primera, quedan frustrados, no pasan de meros sueños. No sin crítica del autor, la "pelandruna" en el gesto final, muestra que se acomoda a su destino. 
Margot, en cambio, "ha cambiado de suerte". Pero al precio no solo del vicio y de la culpa, sino, peor aún, de la alienación, de la traición a sí misma. El nombre es la señal de esa enajenación: "ya no sos mi Margarita, ahora te llaman Margot".

Celedonio Flores es un moralista, (repasen sus letras si no me creen) y no puede pasarse sin mostrar las defecciones de sus personajes, encerrados entre el conformismo desfalleciente y cobarde, de un lado, y, por el otro, la indecencia y la falsificación. Por contraste, a partir de sus letras, tal vez podríamos intentar construirnos algunas moralejas.

martes, 22 de octubre de 2019


“Señor Caballero, miémbresele a la vuestra merced el don que me tiene prometido…” le dice Dorotea, haciéndose pasar por la princesa Micomicona, a Don Quijote, en el capítulo XXX de la primera parte.
Con la ayuda del contexto, y un poco de inglés (remember: recordar) podemos llegar a arreglarnos solos para entender. El verbo membrarse, en efecto, no lo encontraremos en cualquier diccionario. Don Francisco Rodríguez Marín, el prolijo anotador de mi edición, por eso, cree necesario aclararme: “voz anticuada, equivale a acordarse”.
Los verbos relacionados con las facultades mentales – en este caso la de la memoria – siempre tienen historias interesantes y llenas de episodios.
En latín el verbo era memini, pero bajo esa forma ha desaparecido y sólo sigue resonando la raíz mem-. Si nos vamos más atrás, a la lengua madre del latín, el indoeuropeo, hay, además, una n, y que se reconoce en el griego antiguo, hermano del latín, culpable de que sea tan difícil pronunciar “mnemotécnica”. Y, por supuesto, a los griegos, que tenían el don de divinizar todo, no les faltaba una diosa, Mnemósyne, la Memoria, que era nada más ni nada menos  que la madre de las Musas.
El verbo de nuestro ejemplo procede del correlativo adjetivo memor, que tanto podía aludir al memorioso como a lo memorable, es decir a la persona que recuerda o a la cosa que no se puede olvidar. De memor derivó memorar. Y de memorar pasamos a membrar. Para entender ese cambio hay que saber que, primero, desapareció la o, y que, luego, el parecido de los sonidos b y m (ambos se pronuncian juntando los labios, por lo que les decimos bilabiales) y la mayor facilidad para pronunciar el grupo –br- que el grupo –mr-, todo eso conjuntamente, llevó a la forma final membrar.
Que también desapareció. Hoy, nosotros en español decimos acordarse. Y también decimos recordar. Reconocemos allí la raíz cord-, la de corazón. Hoy el cerebro le disputa al corazón el lugar central que tuvo, como sede de la subjetividad, en una antiquísima tradición, que explica esta etimología. Todavía hoy en francés, o en inglés, en par coeur o by heart, se apela a la mediación del corazón para expresar que algo se sabe de memoria.
Esos dos verbos son interesantes también en dos al menos de sus componentes funcionales.
Uno es el se que acompaña a acordarse  y que también estaba en membrarse. Ese se está allí para recordarnos que el de la memoria es un acontecimiento que ocurren en un sujeto y queda en él, sin trascender más allá, “dando vueltas en la cabeza” por así decir. Como ese elemento falta en recordar podemos con él intuir esta actividad como deliberadamente aplicada a algo. O sea que la voluntad puede mezclarse en el recordar y no en el acordarse. El acordarse nos ocurre, sobreviene como sin querer. Y por eso sería muy raro decir: “tengo el propósito de acordarme mañana de vos”.
El otro componente interesante, no léxico, es re-, que ya encontramos en remember, que sugiere un movimiento hacia atrás, de re-greso, y que parece concebir a la memoria como un afán de contrariar la dirección de la flecha del tiempo.
El francés, que usa y abusa de ese prefijo, lo incluye en sus dos verbos más usuales: se rappeler, se souvenir.
El primero, se ha conformado con la ayuda del verbo appeler, llamar. Como si el que recuerda llamara a los acontecimientos del pasado, a venir aquí, otra vez, de nuevo, al presente. Algo semejante se refleja en nuestro verbo evocar, donde se reconoce la raíz de la palabra voz. Y no resisto en este punto la tentación de traer a cuento el famoso verso de Quevedo que empieza así:
Ah, de la vida! ¿Nadie me responde?
Aquí de los antaños que he vivido…
El poeta da voces clamando por su vida pasada, por sus antaños. Esto es: la memoria bajo la especie de un grito que clama…Los que conozcan a Quevedo adivinarán que su poema concluye amargamente (pero contiene uno de los versos más notables de la poesía española, el que dice: soy un es y un será y un es cansado).
Se souvenir, por su parte, alude a algo que viene como por abajo, subrepticiamente. Y por eso traduce bien a nuestro acordarse.
Las vías de la memoria tal vez sean laberínticas, como se dice. No lo son menos los recursos del léxico para hablar de ella.

jueves, 22 de agosto de 2019


PETER PAN – de James. M. Barrie
London, Penguin Popular Classics, 1995, 185 páginas.
NOVELA
APUNTES DE LECTURA

Anoto algunas de las líneas temáticas que cruzan la historia.
1)   La primera es, obviamente, la resistencia a crecer, a madurar, a dejar atrás la niñez. Es lo más notable y que salta a la vista y por lo que suele, sintéticamente, caracterizarse la historia. Está en la primera frase del libro “All children, except one, grow up”. Todos los chicos crecieron, excepto uno.

2)   Esa idea implica un planteo acerca de la temporalidad subjetiva, y la inclinación a  fijar o detener el tiempo. Que en la novela se hace posibilidad objetiva por vía de la acción ficcional: para Peter el tiempo ya no transcurre en efecto y, manteniéndose siempre niño,  repite la historia que tuvo con Wendy con la hija de Wendy y con la hija de la hija de Wendy, y así, suponemos, indefinidamente.
3)   Si tomamos, como Aristóteles al tiempo como la medida del cambio, la fijación del tiempo se equipara a una fijación de las propiedades del individuo. Peter no cambia. Peter es siempre igual a Peter. No puede despojarse de ciertas propiedades y tampoco adquirir nuevas. Se asume así, posiblemente, una de las formas límites del concepto de identidad (la que se obtiene por derivación a partir del adjetivo “idéntico”).
4)   El relato está atravesado por una lógica de mundos alternativos: un mundo real y un mundo de ficción o fantasía (Neverland; El País de Nunca Jamás, nombres que aluden, no a un valor espacial, sino a uno temporal). Esos mundos están comunicados, (a pesar de que Neverland es una isla) y son mutuamente accesibles. La ventana por la que los niños han huido y que los padres conservan abierta esperando el regreso (y  que Peter, tramposamente, cierra hacia el final de la historia tratando de evitarlo), se carga simbólicamente con ese sentido: es el lugar del pasaje entre mundos. En el mundo de fantasía, las acciones son tan irreversibles como en el real: es posible allí morir. Sus individuos y sus leyes naturales, no obstante, son más laxas: existen las hadas, y Tinker Bell (Campanilla) puede salvarse de la muerte mediante un procedimiento mágico (que se da, precisamente, en la comunicación de los mundos). Un niño puede combatir y derrotar a piratas más o menos fieros. A diferencia de lo que ocurre en Narnia de Lewis, el tiempo transcurre acompasadamente entre los mundos, y los acontecimientos de uno y otro se miden por igual. Es decir: el tiempo que los chicos pasan en Neverland y el de su ausencia en su casa son iguales. Los chicos de Narnia, en cambio, luego de largos períodos en el mundo alternativo, regresan al suyo en el mismo instante en que salieron de él.
5)   Todos los personajes masculinos tienen necesidad o carencia de una madre. El símbolo de la madre es pues, crucial. El término se halla repetido 91 veces. Wendy en Neverland hace de madre de los chicos perdidos; y los piratas, incluido Hook (Garfio), los envidian. Sus expresiones al respecto son de una impresionante indefensión psicológica (uno, Smee, el menos feroz, el que más simpatías despierta, pregunta en cierta oportunidad: “¿qué es una madre?”). El que marca el punto extremo es Peter, quien, según dice, no sólo no tiene madre sino tampoco el menor deseo de tener una. Prohíbe en la casa el tema de las madres. Y cuenta (pero el narrador duda de si será verdad) que cuando él huyó de su casa a Neverland su madre cerró la ventana simbólica, y su lugar fue ocupado por otro niño.
6)   El tema puede dar pie, por cierto, al análisis psicoanalítico, toda vez que hay dos personajes, Tinker Bell y Tiger Lily (Tigrilla), bella princesa de los pieles rojas, a las que Peter piensa como otras madres posibles, pero que tienen respecto de Peter diferentes intenciones. (“Tigrilla dice que quiere ser algo mío, pero no mi madre”, confiesa Peter.). El deseo de no crecer y el de negarse a transitar el paso  del amor filial al amor erótico no pueden considerarse separadamente. En igual sentido, la relación de Peter y Wendy es ambigua. Ambos viven en la casa de Neverland, y Wendy cumple el rol de madre de los chicos perdidos y de sus propios hermanos. Peter parece cumplir de hecho el rol de padre, pero en un momento toma conciencia y se rehúsa a asumirlo. Wendy entonces le pregunta cuáles son sus sentimientos hacia ella; él responde decididamente: “los de un hijo fiel”.  “Me lo figuraba -dijo ella y fue a sentarse al otro extremo de la habitación”. Wendy es demasiado recatada como para confesarse abiertamente como hacen Tiger Lily y Tinker Bell.
7)   Un precio de vivir en Neverland es el del olvido. Olvidar es una de las características más notables de Peter Pan. En el viaje de ida a Neverland, por ejemplo, durante el largo vuelo, Peter se escapa a jugar con las estrellas y, al regresar, no reconoce a Wendy y a sus hermanos y ella debe recordarle su nombre. Pero olvidar no es un atributo exclusivo de Peter: ya en la isla el mayor de los hermanos sólo difusamente se acuerda de sus padres y el menor acepta a Wendy como su verdadera madre. Al volver a su mundo éste ya no reconoce su cuarto. El mundo de Nunca es, al mismo tiempo, el mundo de Siempre. Sin futuro; y por ello también sin pasado. El mundo de Ahora, un ahora permanente. Un presente eterno. Un tiempo sin compromisos ni consecuencias. Un mundo leve. Donde se puede sí morir, pero donde tal vez no importa. Como contrapartida, Wendy, al cabo de los años, debe confesarle a Peter que se ha olvidado de volar, capacidad que sí luce su hija, y luego la hija de su hija.
8)   La educación, la educación de la Inglaterra victoriana, y las relación de padres e hijos, se tematiza permanentemente en la novela, con mordaces pinceladas críticas. Peter irrumpe en ese mundo de convencionalismos como una ruptura anhelada y dolorosa a la vez. Las madres, en su rol familiar y social, son a un tiempo heroínas y víctimas. “Las madres están siempre dispuestas a hacer de parachoques. Todos los niños saben que las madres son así y las desprecian por eso, pero se aprovechan de ello constantemente”. La pobre Sra. Darling, madre de Wendy, parece inspirarle al narrador, que se complace especialmente en intervenir cuando de ella se trata, apenas una especie de desdeñosa conmiseración.
9)   El narrador y los mismos personajes, casi todos, salvo las madres (o el pobre y caricaturesco Sr. Darling), son crueles. Y las aventuras son cruentas. Los pieles rojas, que custodian agradecidos la casa de Peter, Wendy y los niños, son masacrados sin misericordia por los piratas. Peter a su vez los asesina a estos, de a uno y fríamente, mientras uno de los niños impasiblemente va contando los muertos. El máximo emblema de la crueldad, sin embargo, es Hook, el capitán del barco pirata, que no perdona ni siquiera a sus hombres. El personaje roza lo trágico y el narrador nos amonesta: “No envidiéis a Garfio”. Y de a poco nos va mostrando sus debilidades, las mismas que seguramente lo inclinan, paradójicamente, a la impiedad. Como todos, incluidos sus hombres, tiene carencias de madre y es por ello que conciben, en conjunto, la idea de raptar a Wendy para tal fin. Peter, que sabe jugar con él, en cierto momento imita su voz (imitar todo tipo sonidos es una de sus habilidades más raras) y Hook entra en un dramático juego con esa voz, que es como la de un otro yo. En el colmo de la desesperación le pregunta por su propia identidad. La voz le responde con desdén: no es sino un bacalao; y Hook se derrumba moralmente. Su orgullo se desmorona. Sus hombres se apartan de él. “Su ego se le escapaba”, nos dice el narrador. Un supremo temor agita el alma de Hook: el de no conservar, en las horas decisivas, las buenas maneras (se deja deducir su antiguo paso por las aulas del prestigioso Eton College y el narrador, que se niega a estampar su verdadero nombre por no suscitar el escándalo, nos confía que las viejas tradiciones seguían “cubriéndolo como ropajes”); ese sentimiento es como otro garfio que lo lastima por dentro, peor que el que termina su brazo. ¡Las buenas maneras! En último término, es todo lo que realmente importa.  Pero el pirata sabe que tampoco en este terreno, el de las buenas maneras, puede vencer a Peter Pan, su peor enemigo. Y lo detesta sin duda más por ello que por haberle cortado su mano y habérsela arrojado al cocodrilo (que desde entonces le tomó el gusto al sabor de su carne). Por fin acepta que no puede vencer a Peter, quien lo sobrepuja en todo, en prestancia, en gracia, en agilidad, en voluntad. Su derrota, es, en último término, la de su ánimo. El punto que decide el combate final consiste apenas en un cruce verbal. Casi con admiración, en medio del cruce de sus espadas, Hook pregunta: “Pan, ¿quién y qué eres tú?”. “Soy la juventud, soy la alegría”, fue la rápida respuesta, “soy una pequeña ave que ha roto el cascarón”. Pero el infeliz Hook entendió que esas palabras eran un absurdo y que Peter no tenía la más mínima idea de su identidad, lo que al pirata le parecía el colmo de las buenas maneras, un grado al que él no podía llegar. Con ello el triunfo de Peter está definitivamente sellado y Hook se arroja al mar, donde lo esperan las fauces del cocodrilo, imagen sintética de un mundo implacable y fatal.
10)             No es complaciente la mirada que se cierne sobre ese mundo, sobre esos personajes. Tampoco lo es la mirada sobre la niñez, de la que Peter Pan es, posiblemente, el descarnado emblema. Tres adjetivos se repiten hacia el final, dos veces, para decirnos cómo son los niños; y con esos tres adjetivos se cierra el relato. Esos tres adjetivos definen  la fatalidad que preside estas historias; que así se repetirán interminablemente “mientras los niños sean alegres, inocentes y desalmados”.